lunes, 2 de junio de 2014

A la manera de Federico García Lorca....

En este genial poema de “Antología Apócrifa”, Conrado Nalé Roxlo parodia, con sutil ironía, al García Lorca del “Romancero Gitano”.


Crimen y justificación de Antoño Retoño

“Antoño Retoño mató a su mujer
con siete pistolas y un alfiler;
le sacó las tripas, las llevó a vender;
-¡a siete reales, son de mi mujer!”

                       (Anónimo)
Antoño Retoño viene
por los prados de tomillo
moviendo con sus canciones
las copas de los olivos.
Viene alegre porque ignora
que está listo su destino
 a mezclar aguas de muerte
de su sangre al rojo vino.

- ¿Qué hiciste Antoño en tu casa?
¡Preparaste tu martirio!
Ya están alzando en la plaza
una horca de dos pisos.
Te buscan guardias civiles
por ventas y por caminos,
que llevan orden de Prim
de traerte muerto o vivo.

-De todo lo que me pase
 a mí se me importa un higo,
que soy Antoño Retoño
cuñado de un arzobispo,
y tengo una entrada al cielo
firmada por Jesucristo.

-¡Ay, Antoño, no blasfemes!
Más te valiera ser tísico
o tener una chumbera
floreciendo en el ombligo,
que toda la villa dice
que no eres un buen marido.

-¡De villas murmuradoras
se me importan tres pepinos!
Mi mujer va por el cielo
con un hermoso vestido
de randas y lentejuelas,
lleva un pañolón tejido
con rosas y cacahuetes,
que ha de costar un sentido.
y el Primado de Toledo
le da aire con su abanico.
Le llevan la cola siete
ángeles de azucarillo,
y, porque no pise el suelo,
un capote le han tendido
con un trocito del cual
se piensa hacer San Basilio
un relicario muy mono
bordado en cuentas de vidrio.
Si yo le saqué las tripas
 ése es un asunto mío;
que tripas de la mujer
son las tripas del marido,
y las cosas de mi hogar
yo solo las determino.

-Ya se lo dirás al juez.
-No será el juez tan cretino
para en las vidas ajenas
andar metiendo el hocico.
Pero si mucho pregunta,
por no ser descomedido,
le diré cómo pasaron
las cosas, en mi sentido.

Yo tengo siete pistolas,
que siempre las he tenido,
y las llevo en la cintura
por si algún entrometido
me mirara de reojo
o con un ojo de vidrio;
y un alfiler con que prendo
a mi solapa el ramito
de yerba buena y claveles
que las mozas del partido
me dan cuando ando de juerga
con mi amigo Lagartijo,
o con el Duque de Osuna
y otros muchachos corridos.

Ayer salí de la venta
del Paco, ya oscurecido;
las estrellas alumbraban
el cielo recién nacido
en el que las nubes blancas
eran pañales de armiño;
la vía láctea chorreaba
como un seno primerizo
gotas de fósforo verde
sobre corderos dormidos,
y el río estiraba el cuello
su largo cuello de lirio,
para ver a qué jugaban
en el salón del Casino.
Yo estaba un tanto beodo,
y no por causa del vino,
sino a causa de unos versos
que me leyó Federico,
que entre cabeza y sombrero
me andaban haciendo ruido.
Y cuando llegué a mi casa,
entre las tres y las cinco,
hallé a mi mujer dormida
sobre cojines moriscos.

El cabello le caía
por los hombros de jacinto
hasta los pies de una higuera
que hay a kilómetro y pico.
¡Nunca la viera tan bella!
y, para mayor deliquio,
en  la orla de su falda
dormían siete gatitos
verdes, azules y lilas
como pájaros teñidos.
Me quedé mirando un rato
aquel juguete tan fino,
y, como los churumbeles
-yo siempre he sido muy niño-,
quise ver de qué manera
funcionaba el mecanismo,
y así le saqué las tripas
por puro cientificismo.

Pistoletazos le daba
y ella devolvía gritos;
era como un juego de ecos
que estuvieran confundidos,
y por fin entregó el alma
de perfume y de suspiro
cuando el alfiler de oro
le clavé cerca del píloro.
Después le saqué las tripas
-¡ay, qué bonito!-,
parecían de coral,
pero del coral más fino
recién sacado del mar
con algas y pescaditos.
Medirían, más o menos,
doscientos metros cumplidos.

Y si las llevé a vender
es porque soy su marido.




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