por Saki
Hector Hugh Munro (1870-1916) conocido por el seudónimo literario de Saki, fue un novelista y dramaturgo británico. Sus agudos y en ocasiones macabros relatos, recrearon irónicamente la sociedad y cultura victorianas en que vivió.
Esta ingeniosa "short story" es un claro ejemplo de su ácido humor.
-Mi tía bajará
enseguida, señor Nuttel -dijo con mucho aplomo una señorita de quince años-;
mientras tanto debe hacer lo posible por soportarme.
Framton Nuttel se
esforzó por decir algo que halagara debidamente a la sobrina sin dejar de tomar
debidamente en cuenta a la tía que estaba por llegar. Dudó más que nunca que
esta serie de visitas formales a personas totalmente desconocidas fueran de
alguna utilidad para la cura de reposo que se había propuesto.
-Sé lo que ocurrirá
-le había dicho su hermana cuando se disponía a emigrar a este retiro rural-:
te encerrarás no bien llegues y no hablarás con nadie y tus nervios estarán
peor que nunca debido a la depresión. Por eso te daré cartas de presentación
para todas las personas que conocí allá. Algunas, por lo que recuerdo, eran
bastante simpáticas.
Framton se preguntó
si la señora Sappleton, la dama a quien había entregado una de las cartas de
presentación, podía ser clasificada entre las simpáticas.
-¿Conoce a muchas
personas aquí? -preguntó la sobrina, cuando consideró que ya había habido entre
ellos suficiente comunicación silenciosa.
-Casi nadie -dijo
Framton-. Mi hermana estuvo aquí, en la rectoría, hace unos cuatro años, y me
dio cartas de presentación para algunas personas del lugar.
Hizo esta última
declaración en un tono que denotaba claramente un sentimiento de pesar.
-Entonces no sabe
prácticamente nada acerca de mi tía -prosiguió la aplomada señorita.
-Sólo su nombre y su
dirección -admitió el visitante. Se preguntaba si la señora Sappleton estaría
casada o sería viuda. Algo indefinido en el ambiente sugería la presencia
masculina.
-Su gran tragedia
ocurrió hace tres años -dijo la niña-; es decir, después que se fue su hermana.
-¿Su tragedia?
-preguntó Framton; en esta apacible campiña las tragedias parecían algo fuera
de lugar.
-Usted se preguntará
por qué dejamos esa ventana abierta de par en par en una tarde de octubre -dijo
la sobrina señalando una gran ventana que daba al jardín.
-Hace bastante calor
para esta época del año -dijo Framton- pero ¿qué relación tiene esa ventana con
la tragedia?
-Por esa ventana,
hace exactamente tres años, su marido y sus dos hermanos menores salieron a
cazar por el día. Nunca regresaron. Al atravesar el páramo para llegar al
terreno donde solían cazar quedaron atrapados en una ciénaga traicionera.
Ocurrió durante ese verano terriblemente lluvioso, sabe, y los terrenos que
antes eran firmes de pronto cedían sin que hubiera manera de preverlo. Nunca
encontraron sus cuerpos. Eso fue lo peor de todo.
A esta altura del
relato la voz de la niña perdió ese tono seguro y se volvió vacilantemente
humana.
-Mi pobre tía sigue
creyendo que volverán algún día, ellos y el pequeño spaniel que los acompañaba,
y que entrarán por la ventana como solían hacerlo. Por tal razón la ventana
queda abierta hasta que ya es de noche. Mi pobre y querida tía, cuántas veces
me habrá contado cómo salieron, su marido con el impermeable blanco en el
brazo, y Ronnie, su hermano menor, cantando como de costumbre "¿Bertie,
por qué saltas?", porque sabía que esa canción la irritaba especialmente.
Sabe usted, a veces, en tardes tranquilas como las de hoy, tengo la sensación
de que todos ellos volverán a entrar por la ventana...
La niña se
estremeció. Fue un alivio para Framton cuando la tía irrumpió en el cuarto
pidiendo mil disculpas por haberlo hecho esperar tanto.
-Espero que Vera haya
sabido entretenerlo -dijo.
-Me ha contado cosas
muy interesantes -respondió Framton.
-Espero que no le
moleste la ventana abierta -dijo la señora Sappleton con animación-; mi marido
y mis hermanos están cazando y volverán aquí directamente, y siempre suelen
entrar por la ventana. No quiero pensar en el estado en que dejarán mis pobres
alfombras después de haber andado cazando por la ciénaga. Tan típico de ustedes
los hombres ¿no es verdad?
Siguió parloteando
alegremente acerca de la caza y de que ya no abundan las aves, y acerca de las
perspectivas que había de cazar patos en invierno. Para Framton, todo eso
resultaba sencillamente horrible. Hizo un esfuerzo desesperado, pero sólo a
medias exitoso, de desviar la conversación a un tema menos repulsivo; se daba
cuenta de que su anfitriona no le otorgaba su entera atención, y su mirada se
extraviaba constantemente en dirección a la ventana abierta y al jardín. Era
por cierto una infortunada coincidencia venir de visita el día del trágico
aniversario.
-Los médicos han
estado de acuerdo en ordenarme completo reposo. Me han prohibido toda clase de
agitación mental y de ejercicios físicos violentos -anunció Framton, que
abrigaba la ilusión bastante difundida de suponer que personas totalmente
desconocidas y relaciones casuales estaban ávidas de conocer los más íntimos
detalles de nuestras dolencias y enfermedades, su causa y su remedio-. Con
respecto a la dieta no se ponen de acuerdo.
-¿No? -dijo la señora
Sappleton ahogando un bostezo a último momento. Súbitamente su expresión
revelaba la atención más viva... pero no estaba dirigida a lo que Framton
estaba diciendo.
-¡Por fin llegan!
-exclamó-. Justo a tiempo para el té, y parece que se hubieran embarrado hasta
los ojos, ¿no es verdad?
Framton se estremeció
levemente y se volvió hacia la sobrina con una mirada que intentaba comunicar
su compasiva comprensión. La niña tenía puesta la mirada en la ventana abierta
y sus ojos brillaban de horror. Presa de un terror desconocido que helaba sus
venas, Framton se volvió en su asiento y miró en la misma dirección.
En el oscuro
crepúsculo tres figuras atravesaban el jardín y avanzaban hacia la ventana;
cada una llevaba bajo el brazo una escopeta y una de ellas soportaba la carga
adicional de un abrigo blanco puesto sobre los hombros. Los seguía un fatigado
spaniel de color pardo. Silenciosamente se acercaron a la casa, y luego se oyó
una voz joven y ronca que cantaba: "¿Dime, Bertie, por qué saltas?"
Framton agarró
deprisa su bastón y su sombrero; la puerta de entrada, el sendero de grava y el
portón, fueron etapas apenas percibidas de su intempestiva retirada. Un
ciclista que iba por el camino tuvo que hacerse a un lado para evitar un choque
inminente.
-Aquí estamos,
querida -dijo el portador del impermeable blanco entrando por la ventana-:
bastante embarrados, pero casi secos. ¿Quién era ese hombre que salió de golpe
no bien aparecimos?
-Un hombre rarísimo,
un tal señor Nuttel -dijo la señora Sappleton-; no hablaba de otra cosa que de
sus enfermedades, y se fue disparado sin despedirse ni pedir disculpas al
llegar ustedes. Cualquiera diría que había visto un fantasma.
-Supongo que ha sido
a causa del spaniel -dijo tranquilamente la sobrina-; me contó que los perros
le producen horror. Una vez lo persiguió una jauría de perros parias hasta un
cementerio cerca del Ganges, y tuvo que pasar la noche en una tumba recién cavada,
con esas bestias que gruñían y mostraban los colmillos y echaban espuma encima
de él. Así cualquiera se vuelve pusilánime.
La fantasía sin
previo aviso era su especialidad.